Uno de los primeros que se abocaron a la tarea de ennoblecer a esos “nativos”, que para algunos eran el vivo retrato del hombre natural, fue Michel de Montaigne, quien le dedicó uno de sus famosos Ensayos a los caníbales. En la Francia de su tiempo arreciaba la lucha entre católicos y protestantes, y el país acababa de pasar por una de las peores masacres, la Noche de San Bartolomé. Fue por eso que en 1557 el marino Nicolás Durand de Villegaignon cargó a los hugonotes perseguidos en dos barcos y partió hacia Brasil, decidido a fundar una colonia que se llamaría Francia Antártica. Desembarcó cerca de Río de Janeiro, pero no contaba con que allí ya se habían afincado los portugueses, que le ofrecieron una fuerte resistencia. Obligado a regresar, se llevó consigo a tres indios tupinambás para exhibirlos en Francia. Por supuesto, Montaigne cuenta que Villegaignon había descubierto Brasil y pinta a los indios como una suerte de turistas movidos por el deseo de conocer París, aunque uno se inclina a pensar que nadie los había consultado.
Montaigne no escribía para los indios sino para el frente interno francés, pero acabó haciéndolo para la posteridad. Harto de las carnicerías que había presenciado, provocaba a sus lectores afirmando que, aunque el canibalismo fuera moralmente reprobable, los europeos hacían cosas peores, como torturar y quemar viva a la gente. Llevado por la fuerza de su argumento, se complacía en entonar el panegírico de esos seres puros y nobles que vivían en una feliz anarquía, sin autoridades ni normas, gozando de la vida y de la gloria guerrera. Todo eso, basándose en el relato de los viajeros, porque los aborígenes no hablaban francés.
Desde entonces, los relatos de los exploradores, conquistadores y misioneros nos acostumbraron a asociar la práctica del canibalismo con los pueblos africanos, americanos y especialmente del Pacífico Sur. Shakespeare, que había leído a Montaigne, llamó Calibán (anagrama de caníbal) al sirviente moreno de Próspero, cuando escribió La tempestad, su drama americano. Los chistes de caníbales llegaron a hacerse tan clásicos como los de suegras y de náufragos, y unos cuatrocientos años después de Montaigne otro francés, Sacha Distel, aun era capaz de popularizar una canción titulada “Monsieur Cannibale”.
EL MALO ES EL OTRO
Caníbal era uno de los nombres de ese pueblo originario que le dio nombre al mar Caribe. Sus enemigos, los arawak, le habían contado a Colón que los caníbales practicaban la antropofagia, algo que los europeos conocían desde Herodoto, las hambrunas medievales y los cuentos de hadas.
Bernardino de Sahagún y otros cronistas de la conquista abundaban en detalles acerca del canibalismo que practicaban los aztecas; de hecho, uno de los mejor documentados de la historia. La práctica estaba bastante extendida en Mesoamérica, y los arqueólogos han recogido evidencias de canibalismo ritual entre los anasazi de Nuevo México, que se habían extinguido antes de la conquista.
En la mayoría de las culturas el canibalismo es considerado un acto repudiable, cuando no se justifica por el culto religioso o por estar en juego la supervivencia. Por lo general, se lo suele atribuir al Otro, tanto extranjero como el rival político perteneciente al mismo pueblo.
Los propios aztecas, que lo tenían institucionalizado, solían acusar a sus enemigos de practicarlo. Durante la Segunda Guerra Mundial, los arapesh de Nueva Guinea, que tenían costumbres antropofágicas, denunciaban a los hambreados soldados japoneses por comerse a los muertos. En la misma época, entre los africanos corría el rumor de que los ingleses eran vampiros, porque solían reclutar a los dadores de sangre.
De hecho, el colonialismo se valió de las acusaciones de una etnia contra otra y de los relatos de los viajeros para justificar su tutela sobre “los salvajes”. Simétricamente, después de la descolonización surgió todo un revisionismo tendiente a negar la existencia de esas prácticas, que eran vistas como un mito imperialista. En el origen de esta tendencia estuvo el libro de William Arens, El mito del come-hombres (1979), que cuestionaba la metodología de los antropólogos. Tampoco faltaban aquellos que culpaban a las autoridades coloniales por haber ocultado la información fidedigna que llegaba hasta ellos.
Más allá de las controversias académicas, la antropología física y la arqueología han recogido abundantes evidencias que abarcan desde la prehistoria hasta la crónica periodística. Hay casos de antropofagia registrados en tiempos recientes, desde esa Balsa de la Medusa que pintó Géricault hasta los rugbiers uruguayos que sobrevivieron en la Cordillera cuando su avión se estrelló en 1972. Hubo canibalismo durante las hambrunas de la era estalinista, en el genocidio ucraniano y en Nazino, la “isla caníbal”. Dos dictadores africanos, Amin y Bokassa, fueron acusados de comerse ciertos órganos de sus enemigos.
Los arqueólogos, por su parte, han encontrado evidencias de antropofagia en fósiles, por lo menos desde el Homo erectus. Pero, lejos de acotar la práctica, registraron tanto casos en que los Neanderthal se comían a los Sapiens como otros donde éstos se comían a aquéllos. De las razones que darían no sabemos nada, pero posiblemente fueran variadas.
Sin duda la práctica existió y puede existir aún, pero el problema es saber si hubo una cultura canibalística o bien se trata de episodios circunstanciales. No es preciso probar que existe el canibalismo pero sí saber qué significa y si cumple alguna función en la sociedad. Aunque el investigador no crea en la brujería, siempre le interesará saber qué función cumple en la cultura la creencia en las brujas.
MONTAIGNE Y NOSOTROS
Si definimos la antropofagia como la deliberada ingestión de carne humana, tendremos que convenir que es un concepto que abarca costumbres muy distintas. En efecto, el canibalismo se puede ejercer de manera agresiva, para destruir a los enemigos, o de modo afectivo, para consustanciarse con los ancestros del propio grupo. También puede ser un acto simbólico, destinado a apropiarse del poder de amigos y enemigos. Todo eso, siempre y cuando no consiste exclusivamente en alimentarse, en circunstancias habituales o excepcionales.
Hay un canibalismo mortuorio, que se ha dado en varias culturas históricas y prehistóricas. La evidencia está en la manipulación de los huesos y la presencia de ADN humano en los restos de alimentos. Pero seguimos sin saber si se trata de un acto motivado por el hambre, de una práctica mágica o religiosa, o de un sacrificio hecho a la divinidad. Marvin Harris, autor de Caníbales y reyes (1977), introdujo la explicación ecológica que relacionaba al canibalismo de los aztecas con la carencia de proteínas debida a la desertificación, más tarde justificada como sacrificio ritual.
La forma de canibalismo que cuenta con pruebas más abundantes y variadas es el alimentario, al que el humor negro de los antropólogos suele llamar gastronómico. Generalmente aparece en situaciones de extrema necesidad, como las hambrunas.
También conocemos una suerte de canibalismo medicinal. En los recetarios médicos del Renacimiento, y en ciertos casos hasta comienzos del siglo XX, se incluía un polvo llamado mummia. Se lo presentaba como procedente de antiguas momias egipcias, si bien a veces se fabricaba con los restos de esclavos muertos recientemente. También se usaba una solución hecha con la sangre de un presunto vampiro, que había que ingerir como repelente de vampiros. De este modo, como alguien observó, no estamos seguros de que hayan existido vampiros que le chupaban la sangre a la gente común, pero tenemos pruebas de que había gente que consumía sangre de vampiros...
Después de que Arens cuestionara las evidencias del canibalismo, hubo teóricos que para ser más popperianos que Popper alegaron que las evidencias de los antropólogos eran tan indirectas como las de los misioneros y exploradores de antaño. Para ser más objetivos, recomendaron cuidarse más de los informantes y tener bien en claro los supuestos teóricos con los que encaraban los hechos. Lo cual puede ser un buen consejo metodológico, pero no permite concluir nada.
Una de las grandes paradojas de la modernidad fue la actitud ambivalente que tuvo Europa hacia los pueblos que iba sometiendo en el lapso que va desde el descubrimiento de América hasta la descolonización del siglo pasado. Ocurrió que mientras los conquistadores y pioneros imponían su codicia por la fuerza o por el engaño, con muy poco respeto por esos “nativos” que de hecho consideraban inferiores, los intelectuales construían una imagen fabulosa del “noble salvaje”, cuyas virtudes ensalzaban por encima de las de su propia civilización. Por supuesto, no se trataba de los mismos europeos, como suele ocurrir, pero cada escritor tenía sus “salvajes” favoritos. Rousseau amaba a los iroqueses y los hurones, y Diderot admiraba a los tahitianos. Los masones cultivaban el mito del Egipto esotérico y los teósofos exaltaban esa sabiduría de la India que ahora “custodiaba” el imperio británico.
Tampoco alcanza para invalidar las pruebas fósiles, pero sí para desalentar a esos apresurados y sensacionalistas que ante cualquier cráneo partido a hachazos concluyen que la humanidad ha evolucionado gracias a la violencia y, lo que es peor, que la violencia es inevitable. Un ejemplo fue el célebre best seller de Robert Ardrey, African Genesis (1961), que los franceses retitularon Los hijos de Caín, e hizo correr bastante tinta en los años setenta.
En el 2006, el célebre “caníbal de Rotemburgo” fue condenado a reclusión perpetua por un tribunal alemán. Los jueces superaron así la perplejidad que les producía un acto que no respondía a ninguna pauta cultural, sino tan sólo a la patología mental de la víctima y el victimario. En este caso, si la aberración era vista como una transacción entre adultos consintientes, podía escapar al derecho penal. Hechos como éstos, que resultan tan inaceptables como la pedofilia, parecen apuntar a los límites del relativismo y de lo tolerable.
Una de las pruebas más recientes de la práctica antropofágica la aportó la epidemia de kuru, una enfermedad causada por priones, que hizo estragos en la tribu Fore de Nueva Guinea. En sus celebraciones, los fore solían ingerir los restos de sus difuntos, lo cual les hacía contraer la enfermedad.
El biólogo D. C. Gajdusek (1923-2008) obtuvo un premio Nobel por haber explicado ese mecanismo cuando arreciaba la epidemia de la vaca loca, que era causada por una infección similar. A pesar de eso, unos años más tarde Gajdusek terminó mereciendo una condena por pedofilia.
Eso era algo que Montaigne y muchos más hubiésemos considerado más grave que comerse a los difuntos. Después de todo, no fueron los “caníbales” sino los civilizados quienes cometieron los genocidios del último siglo.
Por Pablo Capanna
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